En el siglo V a. c. los llamados sofistas, una especie de maestros que se encargaban de cultivar al pueblo, introdujeron el gobierno democrático y con él la libertad de asociación, pensamiento y palabra, a la que daban una importancia capital en su uso (retórica). Sócrates (469 a.c.) inventó el método mayéutico, que consistía en extraer el conocimiento formulando preguntas con habilidad de forma que el interlocutor lograse comprender los conceptos que se trataban. Fue en esta época en donde ya surgieron ciertos filósofos que se dedicaban a la curación de problemas emocionales por medio de la palabra (catarsis); posiblemente los primeros psicólogos de la historia.
Deberemos esperar unos cuantos siglos hasta que un filósofo y matemático austríaco L. Wittgenstein (1889) abordara la idea del lenguaje no como una mera función de designación, es decir la de establecer una relación entre palabra y cosa, lenguaje y realidad; teoría clásica que perduraba desde Platón (427 a.c.) y San Agustín (354), hasta G. Frege (1848). Para él, el lenguaje es el pensamiento; pensamiento y mundo son lenguaje porque el lenguaje representa al mundo. También en esa época S. Freud (1856) daría un paso más al dar cuenta de lo inconsciente por medio de la palabra con el peculiar y original método que inventó: el psicoanálisis; gracias al cual se evidencian los efectos de la palabra en el sujeto a través de los síntomas.
Freud, que era neurólogo, constató que los fenómenos psíquicos con los que trataba diariamente, no podían explicarse desde concepciones fisiológicas y neurológicas sino que esos procesos anímicos contenían un lenguaje que había que descifrar. Posteriormente J. Lacan (1901) retomaría a Freud desde su vertiente lingüística, actualizaría su técnica y ampliaría su teoría otorgando un énfasis especial al lenguaje.
Para éste, el inconsciente estaría estructurado como un lenguaje y los síntomas estarían constituidos por metáforas (condensaciones) y metonimias (desplazamientos) de significados.
Más allá de la importancia que le demos a lo inconsciente en el campo de la mente, en lo que coincidirían todos los profesionales de la salud (psicoterapeutas) es en la función trascendental que desempeña la palabra en el desarrollo de la cura, por su impacto psicológico, efecto catártico y medio de relación entre psicólogo y paciente.
Sin embargo, a medida que avanza el siglo, que el conocimiento sobre el ser humano “progresa”, parece que todo este discurso forma parte del pasado, como si fuera algo trasnochado, pasado de moda, superado… Las concepciones biologistas sobre la mente dejan a un lado La Palabra, puesto que parten de la idea que cualquier alteración psicológica radica en una “anomalía” que ocurre en el cerebro: déficit de serotonina,alteración en los procesos de intercambio entre neurotransmisores, disfunción de alguna región cerebral…y por tanto hay que actuar sobre ese cerebro enfermo. ¿Cómo? medicándolo. Ahí sobran las palabras, lo que hay que analizar y tratar es el funcionamiento biológico de ese cerebro. Actualmente algunos trabajos se dirigen hacia el estudio e investigación de las alteraciones cerebrales en función de distintos estímulos aplicados, con la ayuda de la tecnología: la Resonancia Magnética.
Evidentemente la ayuda farmacológica es muy importante, a veces incluso la mejor opción. El problema surge cuando pasa a ser la opción más utilizada, a veces la única considerada; con lo cual acabamos generando una población cronificada, medicada y dependiente de los fármacos de por vida. Igualmente sería absurdo criticar los avances tecnológicos aplicados al estudio de la mente (especialmente porque así descubriremos sus límites operativos), pero nuevamente el problema radica en centrarse excesivamente en esa concepción tan biomecanicista.
Si en algo se distinguirá el siglo XXI es en el avance de la tecnología, pero me temo que en detrimento de las relaciones humanas. ¿Qué se ha hecho de la corriente humanista que durante tantos siglos ha imperado en Europa? Quizá el ideal que se persigue es el del Mundo Feliz de A. Huxley gobernados por la tecnología (más que por la ciencia).
Me pregunto si es éste realmente el nuevo ideal social que pretendemos.
J.C. Gallostra Fábregas
Psicólogo clínico